martes, 28 de mayo de 2013




Mis intentos de civilizar a la vecina del segundo han resultado un fracaso –los sonetos de Shakespeare prestados hace unos meses, y eso-.  Estos días adivinaba yo desde la calle, no sin alarma, una rígida silueta dibujada tras las cortinas de su ventanal. Una figura inmóvil y temblequeante se perfilaba en una línea de trémula veladura, figurándoseme  el espectro redivivo de L. sujetando lo que parecía un fusil de repetición o un amenazante bate de béisbol.

La vecina me explicaba esta mañana en la escalera, en un susurro furtivo, su firme decisión de acabar con la plaga de palomas que infesta nuestro callejón, para lo que ha tomado prestada la carabina a su sobrino.

Lo cierto es que, salvado el engañoso arrullo en mi ventana con el que despierto todas las mañanas, los animaluchos han anegado fachadas y aceras de una inmundicia rocosa y acidulante con la que tropiezan abuelos y  niños inocentes; el carrito mismo de la compra se ha vuelto inmanejable en un pavimento arruinado por las deposiciones salvajes e incontroladas de esta marabunta voladora, y el portón de nuestro edificio amanece muchas mañanas sellado al marco por el  engrudo endurecido de las deyecciones infames.

“Ya van siete –se congratulaba la vecina- y, aunque hay veces que no las veo, sé que siguen ahí”.


Queda explicado, por otro lado, el enigmático graffiti cuyo dibujo he visto aumentar misteriosamente día a día en la fachada de enfrente, la mezcla insensata de punteaduras, desconchados y algún que otro manchurrón sanguinolento –por no hablar de los plumoncillos sin dueño, repartidos por todo el suelo, y que yo atribuía, en mi desconcierto, al extravío lisérgico y nocturno de algún adolescente descerebrado-.

miércoles, 22 de mayo de 2013



Fiasco absoluto en el supermercado. Un peón de obra, de sesera anfibia y subdesarrollada, colapsa la cola del cajero contando y recontando cada uno de los céntimos con lo que insiste en pagar una barra de pan pellizcada fatalmente en el sobaco. Los botones de cobre aparecen esparcidos sin control por toda  la cinta:

- Noventa y seis, noventa y siete, ¡noventa y ocho! –concluye el albañil, triunfal y desafiante. Pero la cajera no rinde armas, escanea el grupillo de monedas con mirada profesional y concluye tajante:

 - No tengo yo ese sentimiento –así dice, no tengo yo ese sentimiento.

Y vuelta a empezar. A mi espalada un grupo desquiciado de amas de casa me golpea los riñones sin clemencia con los carritos de la compra. Pasan los minutos y el abrazo en el que sujeto con mimo el tomate embotado y las turgentes lechugas comienza a flaquear. Me giró en redondo, desmayado, abandonando la compra en el carro de mi  estupefacta enemiga de trinchera.  Huyo empavorecido del autoservicio, decidido a convertir este episodio endiablado en mero recuerdo.

Y aquí estoy, en el refugio de mi escritorio, conjurando con estas líneas extraviadas la burda emboscada de la que he sido objeto; arrepentido, una vez más, de asomarme a la luz de las callejuelas acechantes que rodean mi vivienda: un laberinto de incivilidad y embrutecimiento: el asedio orquestado del mundo todo, al que debo enfrentarme de tanto en cuanto empujado por las necesidades más elementales de subsistencia, que debo atender sin remedio.

Leo estos días la novela Allá Abajo de JK Huysmans y las evoluciones del estudioso Durtal, sosias del escritor, en el turbador submundo del satanismo. Envidia Durtal “la cueva aérea del buen Carhaix”, campanero parisino con el que el investigador comparte largas charlas metafísicas y ultraterrenas. “Una estancia suspendida entre las nubes –codicia Durtal-, en la que poder llevar la reparadora vida de los solitarios (…). Qué fabulosa felicidad –añade para si- sería la de existir apartado del tiempo y, cuando la marejada de la necedad humana viniera a estrellarse al pie de las torres, hojear aquí los viejos libros al resplandor atenuado de una lámpara”.

domingo, 19 de mayo de 2013



martes, 14 de mayo de 2013




jueves, 9 de mayo de 2013



Caído en desgracia, el protagonista del Doktor Faustus de Thomas Mann, Adrian Leverkhün, se amanceba con el Diablo para encontrar, en sus indagaciones musicales, el lamento originario, el primer sonido vomitado al mundo desde la caverna solitaria del hombre.

 “…Y puede uno atreverse a decir que toda expresión es lamento (…) El eco es esencialmente lamento, la respuesta condolida de la naturaleza al hombre y a su intento de manifestar su soledad”.

El músico, condenada su alma a las llamas eternas del infierno, adivina en el recurso de la armonía musical, y en el descubrimiento de la perspectiva en la pintura, un ingenio falaz del hombre, mero ardid, engañoso ilusionismo, “el colmo de la arrogancia moderna”, describe, en la carrera suicida  de la especie hacia el fatal progreso.

Al fuego, pues, todos estos siglos de civilidad y de evolución presuntas, pienso para mí. Al fuego el PhotoShop, la perspectiva cónico oblicua de Brunelleschi, el diccionario de sinónimos y la Nintendo 3D; al fuego simetrías, tornillos, lentes hiperfocales, píxeles e internet…Y al fuego, ya que estamos, los paraguas negros, los deportistas que se atusan el pelo con gomina, los jueves y los hombres del tiempo (cuando aciertan). Al fuego el peso de los recuerdos y los calambres del espinazo. Al fuego nostalgias hueras y veleidades de infinito; al fuego también todas las Termomix del planeta y los partes médicos (cuando aciertan).  Al fuego esa tristeza que el tiempo le va cosiendo a uno a los ojos y los agujeros negros (que todo lo amenazan)…

El amable lector disculpará que en la criba incendiaria aquí propuesta se cuelen, escurridizos, los pequeños demonietes de quien escribe, ajenos, en sustancia, a este argumento iluminado mío, a estas líneas que comenzaron, decididas, con una clara intención de pedagogía universal y hondo compromiso social, y que han acabado abandonadas a las flaquezas y debilidades sin número de su dueño.  El fuego es lo que tiene: difícil poner un límite a las flameantes llamas de nuestra hoguera, una vez iniciada su danza devoradora. 

Retornar, pues,  desnudos, a la caverna, saltando de piedra en piedra, sin más discurso que el lamento gutural de un simio enojado y la temblequeante luz de nuestra antorcha como guía. Dibujar, así, la raíz primera de nuestros sueños ya olvidados, el trazo sanguinolento con el que el hombre marcaba sobre la piedra el mapa de sus temores y de sus alegrías primeras en el inicio del inicio de los tiempos.

martes, 7 de mayo de 2013



El Adrian Leverkhün de Thomas Mann: “…que desde el año veintiuno de mi vida vivo aparejado con Satanás”. A la tierna edad de  veinte años empezó quien escribe a tomar fotografías…

viernes, 3 de mayo de 2013


Paso la tarde en Internet, siguiendo el rastro luciferino que acompañó el alumbramiento del proceso fotográfico, acumulando pruebas para delatar la presencia del Maligno y los orígenes oscuros de este ingenio contra natura que es la fotografía.  Cuenta la Wikipedia que en el s. XVIII el filósofo naturalista JH Schulze, intentando reproducir un experimento del alquimista alemán Balduino (nombre éste último de monje de novelón gótico), descubrió  la sensibilidad de las sales de plata a la luz.  

En su obsesión por hallar la sustancia universal luminiscente, ¡el weltergeist!, Balduino habría descubierto un siglo antes  el fósforo, con lo que no sería exagerado suponer que, en su fáustico coqueteo con el gobierno de la luz, el  temerario alquimista bien  pudo dejarse el alma en el camino. El propio Shculze, un siglo después, recreando el prometeico experimento (y desafiando, en su empeño, al cielo todo), utilizó accidentalmente agua regia contaminada con trazas de plata, lo que provocó el sorprendente ennegrecimiento del residuo obtenido, una vez expuesto éste a la luz. Sculze bautizaría  este umbroso y decepcionante remedo de fósforo con el latinajo  de Scotophorus, “generador de oscuridad”, en oposición al codiciado Phosphorus o “generador de luz”. Quedaba, así, demostrada la fotosensibilidad de las sales de plata, y expedito el camino a la captura de la realidad mediante la resina argéntica, pegajoso señuelo éste con el que hemos impregnando durante siglo y medio los negativos y placas de nuestras cámaras analógicas, cazando por las patuelas a los huidizos fotones que dibujan con sus chispazos y fosforescencias esta realidad absurda nuestra.