Esta noche he dormido con una serpiente ovillada en el pescuezo. El
verde animalejo, de varios metros, amarillo el vientre, se me ha acercado
serpeando por las sábanas, al tiempo que mostraba, amenazante, unos pequeños colmillos curvados
de los que goteaba un tósigo viscoso y repugnante. Bocabajo, paralizado por el
pánico, he dejado al reptil acomodarse lentamente en mi cuello. El enroscado
parásito, frio en los primeros momentos, ha ido absorviendo, aletargado, el
calor de mi cuerpo. Oprimido bajo una losa de terror, vencido por la tensión para evitar cualquier
movimiento fatal que despertara a la bestia, me he rendido gradualmente a un
sueño pesado, un desmayo abotargante del que no he salido hasta que los
primeros rayos de luz se colaban en el dormitorio y repartían su cacareo lumínico
por el suelo y las paredes. He despertado con la rigidez de un cadáver, la espalda
entumecida y el cogote alanceado por la familiar punzada de dolor que, tras
unos meses de descanso, ha vuelto al campo de batalla de mi espinazo como un
general despechado y beligerante reclamando a gritos al enemigo emboscado.